E o Un despertar tardío

Cuando despertó, los restos de su última bebida seguían allí. No recordaba nada de la noche anterior. Le dolía la cabeza, pero se sentía tan descansada como si hubiera dormido cien años de un tirón. Se incorporó y avanzó como pudo hasta la cocina. Allí coincidió con un apuesto desconocido que pareció sorprenderse al verla. “¡Princesa, estáis despierta!”, exclamó. El joven se empeñó en convencerla de que llevaba una eternidad dormida; de que, aunque muchos lo habían intentado, nadie había logrado espabilarla. A ella poco le importaban sus cuentos; sólo podía pensar en tostadas y café recién hecho. Mientras saboreaba su desayuno, la noticia de la milagrosa recuperación de la Bella Durmiente, como la habían apodado, corrió rápidamente entre los vecinos. Todos se acercaron a darle la bienvenida. Hubo vítores, risas y bailes durante horas. En algún momento, alguien sacó una botella de ginebra. Tras varios gintonics, ella cayó redonda. Cuando despertó, los restos de su última bebida seguían allí.

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_ _ _ _ E (sustantivo masculino)

C o La paciencia infinita

El niño vuelve a observar el reloj de la pared. Apenas han pasado cinco minutos desde la última vez, aunque hubiera jurado que lo miró hace horas. Resistir le está costando más de lo que imaginaba; pero ha tomado una decisión y piensa mantenerse firme en su postura. Lo peor de la espera es no saber cuánto va a durar. Porque mamá no ha puesto hora límite a su ultimátum: amenaza con retenerle allí hasta que cumpla con su deber. Él confiaba en que, si aguantaba lo suficiente, mamá acabaría cediendo de puro cansancio. Pero los minutos pasan y ella no se rinde. Esa paciencia infinita y las miradas intimidatorias que le lanza al pasar junto a él empiezan a hacer mella en su voluntad. Pero lo que más le mortifica es el crujir de sus tripas traicioneras, que llevan rato reclamando alimento. El niño suspira, vencido. Mira el plato, que ha dejado de humear. Toma la cuchara y, resignado, ataca las lentejas.

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C _ _ _ _ _ _ _ _ (verbo intransitivo)

Z o El rito diario

Cada tarde, a eso de las tres, abandona su escondite para salir a campo abierto. Se sienta en lo alto de la pradera, desde donde tiene la mejor vista, y deja pasar los minutos. Durante la primera media hora, espera con una mezcla de impaciencia y entusiasmo. A medida que avanza la segunda media hora, la decepción va ganando terreno. Pasadas las cuatro, cuando no le queda más remedio que admitir que su amigo tampoco aparecerá ese día, se rinde a la tristeza. Desvía la mirada hacia los campos de trigo y suspira, nostálgico. Entonces cierra los ojos para verlo todo mejor. Agudiza el oído para escuchar cómo juega el viento entre las espigas, meciéndolas, e imagina que la brisa acaricia los mechones dorados de su amigo. Con los ojos aún cerrados, sonríe. Sabe que, por muy lejos que haya ido, el niño de otro planeta sigue a su lado.

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Este personaje aparece en una novela del siglo XX de autor francés.

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