O o Locura de amor

Cuánta razón tenía mi hermano. “No te fíes de él”, me advirtió. Pero yo creí que las palabras embaucadoras y las cartas emotivas de aquel joven de buena cuna eran pruebas de su amor. ¿Amor? Ese nunca me ha querido. Su trastorno no lo causan sus sentimientos hacia mí; tendría que haberlo deducido el día que apareció en mi habitación por sorpresa y se dedicó a mirarme con cara desencajada, sin mediar palabra. Me costó horas recuperarme del susto. Pero no; en vez de escuchar la advertencia de mi hermano, me guié por los consejos de mi padre, tan iluso como yo. Sigue convencido de que el tipo sufre locura de amor. A ver qué opina cuando le cuente que le he sorprendido hablando con una calavera, dudando de si ser o no ser vete a saber qué. Ni se ha sonrojado al verme. Al contrario: todavía ha tenido la desfachatez de decirme que me meta en un convento. ¿Loco por mí? Para nada. Lo que le pasa a ese tipo es que es un auténtico idiota.

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Este personaje aparece en una obra del siglo XVII de autor inglés.

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F o La pieza final

Ayer llamaron a mi puerta a media mañana. No esperaba visita; ando tan ocupado con mi proyecto que por él he sacrificado mis horas de sueño, gran parte de mis comidas y, por descontado, mi vida social. Cuando abrí la puerta, un mensajero me entregó un paquete de pequeñas dimensiones. Imagine mi alegría, querido amigo: por fin había llegado el pedido que encargué por Internet hace semanas. La preciada pieza final de mi puzzle. Terriblemente excitado, agarré el paquete y corrí escaleras arriba para encerrarme en mi santuario particular. He estado trabajando sin descanso desde entonces, ensamblando todas las piezas con cuidado hasta lograr que encajaran a la perfección. Hace apenas diez minutos que he terminado mi obra. Me he alejado unos pasos para contemplarla y he esperado, impaciente. Cuando mi puzzle ha abierto sus ojitos vidriosos y me ha mirado, no he podido contener las lágrimas. Me ha parecido verle sonreír. Incluso juraría que ha dicho “papá”.

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Este personaje aparece en una novela del siglo XIX de autora inglesa.

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P o La risa contagiosa

Dicen que comenzó en algún pueblo escocés. La televisión lo presentó como un curioso caso de risa contagiosa: los reporteros mostraban imágenes de los afectados y bromeaban sobre su incapacidad de dejar de reír. Incluso admiraban su aspecto despreocupado y feliz. Las redes sociales extendieron la noticia; también propagaron la risa. A cada minuto se detectaban nuevos contagios en todo el mundo. La felicidad que al principio divertía empezó a incomodar. Los gobiernos reaccionaron. Como medida preventiva, cortaron las emisiones de radio y televisión. Prohibieron el acceso a Internet. Nos obligaron a permanecer en casa. De eso hace cinco días. Hemos logrado mantener a los niños alejados de las ventanas, pero el abuelo nos ha salido rebelde: esta mañana le hemos descubierto asomado al patio de vecinos, escuchando con deleite la risa de la mujer contagiada del quinto. Nos ha dicho que quería sentir la sensación de vivir despreocupadamente. Le hemos encerrado en su habitación de inmediato. De vez en cuando le oímos reír, aunque sospechamos que finge haberse contagiado para sentirse menos solo. No dejamos que los niños se le acerquen. Por suerte, ellos siguen manteniendo esa expresión entre triste y asustada.

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P _ _ _ _ _ _ _ (sustantivo femenino)

¿Cuál crees que es la palabra oculta?

M o Tiempo de despedidas

Una voz impersonal pronunció un nombre por megafonía. Y aunque sabían que aquello ocurriría en un momento u otro, todos se sobresaltaron. El elegido, un joven de cara pálida, fue el último en reaccionar. Aferró con fuerza la mano de la chica sentada a su lado. Ella lloraba, y el joven comprendió que no podía ocultar la pena de verle partir. No hacía tanto que todos ellos eran meros desconocidos, pero compartir aquel intenso tiempo les había unido de manera inexplicable. El joven observó al resto de compañeros: una mujer de ojos enrojecidos, un hombre falto de aliento, una anciana de aspecto cansado. Todos le miraban con cierta mezcla de envidia y tristeza. Se despidió de ellos con el mismo cariño con el que lo haría de su familia. Después abrazó a la chica, emocionado. “Nunca olvidaré este tiempo juntos”, le susurró, mientras la voz de megafonía repetía su nombre con impaciencia. La chica, que aún lloraba, no pudo contestar. El joven pensó entonces en los que acusaban de exagerar sus sentimientos a quienes vivían experiencias como aquella. Qué sabrán ellos, se dijo, mientras abandonaba la sala de espera de urgencias y entraba en la consulta.

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M _ _ _ _ _ _ _ _ _ (verbo transitivo)

¿Adivinas qué palabra ha inspirado este cuento?

J o El último mono

Papá oso siempre se llevaba la mejor parte. El plato de sopa más grande, el pedazo de pan más tierno o la cama más cómoda. Decía que era lo que le correspondía por el ser cabeza de familia. A mamá osa parecía convencerle aquel argumento, pero el osito no estaba de acuerdo. Ser el pequeño le obligaba a quedarse con hambre y a pasar noches en vela porque los muelles de su cama maltrecha se le clavaban en las costillas. Harto de ser el último mono, el osito se inventó el cuento de Ricitos de Oro. Desde entonces, los tres osos salen al bosque cada día para intentar encontrar a la niña de cabellos dorados que se cuela en su cabaña, saquea la despensa y deshace sus camas. Mientras sus padres la buscan inútilmente, el osito vuelve a escondidas a casa para pegarse banquetes de lujo y echarse siestas de campeonato.

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J _ _ _ _ _ _ _ _ (sustantivo femenino)

Y la palabra entre líneas es…