Cuánta razón tenía mi hermano. “No te fíes de él”, me advirtió. Pero yo creí que las palabras embaucadoras y las cartas emotivas de aquel joven de buena cuna eran pruebas de su amor. ¿Amor? Ese nunca me ha querido. Su trastorno no lo causan sus sentimientos hacia mí; tendría que haberlo deducido el día que apareció en mi habitación por sorpresa y se dedicó a mirarme con cara desencajada, sin mediar palabra. Me costó horas recuperarme del susto. Pero no; en vez de escuchar la advertencia de mi hermano, me guié por los consejos de mi padre, tan iluso como yo. Sigue convencido de que el tipo sufre locura de amor. A ver qué opina cuando le cuente que le he sorprendido hablando con una calavera, dudando de si ser o no ser vete a saber qué. Ni se ha sonrojado al verme. Al contrario: todavía ha tenido la desfachatez de decirme que me meta en un convento. ¿Loco por mí? Para nada. Lo que le pasa a ese tipo es que es un auténtico idiota.
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Este personaje aparece en una obra del siglo XVII de autor inglés.
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