V o Mi paraíso privado

Y cuando ya había asumido que pasaría solo el resto de mis días, apareció él. Sigo emocionándome cada vez que recuerdo nuestro primer encuentro. Irrumpió en mi vida como un tornado; me pilló por sorpresa, pero no dudé en darle cobijo. Le abrí las puertas de mi hogar y le ofrecí cuanto tenía sin reservas. Me gustó encontrar a alguien con quien poder compartir mi trocito de paraíso privado. Nuestra convivencia fue como la seda desde el principio. Le pusimos tanto empeño que no nos frenaron ni los problemas de comunicación. Nos bastaba un gesto o una mirada, un simple sí o no, para entendernos. Pero todo ha cambiado últimamente. Ceo que la rutina en esta isla remota nos está perjudicando. Ya no me dedica esas sonrisas francas, refunfuña a todas horas y me mira con reproche si le encargo alguna tarea doméstica. Incluso ha dejado de llamarme amo con el cariño con el que solía decirlo antes. Y yo, harto de sus malas caras, me pregunto a menudo si no me hubiera ido mejor siguiendo solo.

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Este personaje aparece en una novela del siglo XVIII de autor inglés.

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U o El prisionero exigente

Sus gritos pueden oírse desde la isla. A bordo de la nave, el prisionero se desgañita exigiendo que le liberen. Las cuerdas que le mantienen atado al mástil le obligan a permanecer de pie; aun así, no para quieto ni un segundo. Mueve el torso y los brazos con insistencia, tratando de aflojar las sogas. No hay manera: sus captores han trabajado a conciencia, y la trampa de cuerdas continúa firme. El prisionero grita, grita, grita, desesperado. Suplica a los remeros que le lleven a la isla. Les insulta. Les promete recompensas. Pero nada surte efecto. Los marineros han protegido sus oídos con tapones de cera, así que no les es difícil ignorar los gritos. Sólo les preocupa remar a buen ritmo para alejarse cuanto antes de esa isla endemoniada.

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Este personaje aparece en varias obras del siglo VIII a.C. (o eso se cree) de autor griego.

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T o Fervor de juventud

No intenten justificar su comportamiento atribuyéndolo al fervor de la juventud. Seamos sinceros: por mucho que mi dueño se empeñe en seguir llevando esos pantalones de colegial, dejó de ser un chaval hace años. Lo suyo no es ímpetu juvenil, sino inconsciencia supina. Acepto que su profesión le obligue a recorrer el mundo en busca de noticias insólitas, conflictos armados o misterios por resolver; de hecho, me gusta vivir con él ese ajetreo. Pero algunos días preferiría que se limitara a escribir crónicas falsas desde su habitación de hotel, mientras yo descanso a sus pies royendo un buen hueso, en vez de lanzarse de cabeza al peligro sin escuchar mis advertencias. Hoy es uno de esos días. Mi dueño se ha vuelto a meter en problemas, y no veo que su amigo el marino malcarado ande cerca para ayudarle. Como siempre que las cosas se ponen realmente feas, seré yo quien eche el resto para salvarle el flequillo.

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Este personaje protagoniza varias historietas del siglo XX de autor belga.

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S o Una buena excusa

Oigo sus voces al otro lado de la puerta. Han dejado de verme como uno más de la familia, así que ya no se preocupan de bajar la voz cuando discuten por mí. Creen que no soy capaz de entenderles, pero puedo hacerlo. Y me entristece oír cómo me desprecia papá. Y sufro al oír el llanto de mamá. Y me emociona oír las palabras conciliadoras de mi hermana y sus pasos hacia mi habitación. Me escondo bajo el sofá antes de que abra la puerta. Prefiero que no me vea con este aspecto, y sé que ella agradece no tener que verme así. Me gustaría dejar mi escondite y explicarle que yo no quería nada de esto. Simplemente pedí poder quedarme en cama una mañana. No sé por qué al escritor se le ocurrió que la mejor excusa para ausentarme del trabajo era transformarme en un bicho repulsivo, en vez de adjudicarme un resfriado o un ataque de apendicitis. Si por lo menos me hubiera convertido en gato siamés, ahora podría pasar las noches cómodamente sentado en el regazo de mamá.

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Este personaje protagoniza un relato del siglo XX de autor checo. El nombre a descubrir está en el idioma original.

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R o El buen samaritano

Visto y no visto. Hace unas horas yo no era más que la hija de un sencillo molinero, pero acabo de convertirme en la mujer que ha dejado boquiabierto al mismísimo rey con mi habilidad para transformar paja en oro. Papá observa el hilo dorado con asombro infinito; resulta irónico, si consideramos que fue él quien me metió en este embrollo con sus fanfarronadas. ¿Realmente esperaba que su hija supiese convertirse en una alquimista de la rueca para complacer al rey? Si no fuera por ese enano generoso que ha aparecido de improviso en la habitación, ahora el rey estaría observando el mismo enorme montón de paja con el que me encerró hace un rato. Y dudo que la broma le hubiera parecido graciosa. Por suerte, el enano se ha ofrecido a trabajar por mí a cambio de un simple collar. Sin perder tiempo, ha saltado a la rueca y, con dedos hábiles, ha transformado hasta la última brizna en oro. Apenas he podido agradecerle su ayuda antes de que se esfumara. Ni siquiera me ha dicho su nombre.

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Este personaje aparece en una colección de cuentos recopilados por dos autores alemanes en el siglo XIX.

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