Sus gritos pueden oírse desde la isla. A bordo de la nave, el prisionero se desgañita exigiendo que le liberen. Las cuerdas que le mantienen atado al mástil le obligan a permanecer de pie; aun así, no para quieto ni un segundo. Mueve el torso y los brazos con insistencia, tratando de aflojar las sogas. No hay manera: sus captores han trabajado a conciencia, y la trampa de cuerdas continúa firme. El prisionero grita, grita, grita, desesperado. Suplica a los remeros que le lleven a la isla. Les insulta. Les promete recompensas. Pero nada surte efecto. Los marineros han protegido sus oídos con tapones de cera, así que no les es difícil ignorar los gritos. Sólo les preocupa remar a buen ritmo para alejarse cuanto antes de esa isla endemoniada.
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Este personaje aparece en varias obras del siglo VIII a.C. (o eso se cree) de autor griego.
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