El conejo que vive en el sombrero está harto de que el mago le trate como un pelele. Hace meses que no puede cenar tranquilo. Cada noche, sin previo aviso, la mano del mago aparece de la nada, le agarra de las orejas y le saca del sombrero con un rápido tirón. Sin tiempo de reaccionar, el conejo acaba irremediablemente suspendido en el aire ante cientos de ojos indiscretos. Y no es el tirón de orejas inesperado. Ni el miedo escénico. Lo que más le revienta al conejo es que el mago haga creer al público que el mérito es solo suyo. Como si fuera tan fácil vivir encogido dentro de un sombrero. El mago se apropia de los aplausos; a cambio, le da una simple zanahoria seca. Así que, esta noche, el conejo decide contraatacar. Cuando el mago agarra sus orejas, se lanza sobre él. Aprovechando su sorpresa, le arrebata la varita y lo convierte en zanahoria gigante. El público enloquece: se pone en pie para aplaudir con fuerza al conejo. Él saluda, agradecido, mientras piensa en el banquete que le espera.
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O _ _ _ _ _ _ _ _ (verbo transitivo)
Encuentra la palabra entre líneas.
¿Ovacionar?
¡Correcto, Rebeca! La palabra entre líneas es ovacionar. Llega el turno de vuestros microcuentos…
Desde hacía algunos días, notaba que las cosas habían cambiado en el barrio. Estaba acostumbrado a que la panadera, el chico del estanco y el de la tienda de electrodomésticos le saludasen de manera más o menos amistosa. Se había familiarizado con esas manos y cabezas que se levantaban a su paso, día tras día. Se comportaban cual ociosos soldados de un regimiento de una macrorepública socialista que se saben al dedillo lo que toca hacer, sin cuestionarse nada. Inexplicablemente, de la noche a la mañana, parecían haberse revolucionado porque todos le giraban la cara al verlo pasar, masticando, a paso más o menos apresurado, según lo apretado de la agenda que le esperaba. Durante el trayecto desde la planta quinta sin ascensor en la que vivía hasta la esquina con la Rambla, devoraba cualquier pastelillo o magdalena industrial con que engañaba al estómago, antes de llegar al bar justo debajo de su despacho. Aquella mañana, bajo la ducha, repasó los acontecimientos de la última semana y no logró dar con ninguno que le resolviese el enigma. Vestido, con la cartera de piel cruzada y bollito relleno de chocolate en mano, bajó a la calle, más lento de lo normal, ensimismado todavía en la dichosa cuestión. Después de engullir el último bocado de la dulce masa, reparó en un aburrido contenedor de tapa amarilla que parecía dormitar al lado de otros dos rebosantes de tapa gris. Arrugó el envoltorio de plástico y empujó la masa informe dentro de la cavidad del (ahora sorprendido) contenedor. Plas, plas, plas… La panadera gritaba «¡Bravo, bravo!», el chico del estanco se frotaba los ojos de asombro mientras aplaudía sonriente y el dependiente de electrodomésticos, tras girar la cabeza unos instantes y ladearla ligeramente, siguió contando las virtudes de los aparatos de bajo consumo a una viejecita que no entendía ni jota de aquel alfabeto que, para colmo, iba de la A a la G. ¿Quién diantres se habría dedicado a poner todas aquellas pegatinas encima de la piel metálica de aquellos artilugios que se amontonaban a su alrededor…? Animalicos…
Jajaja, ¡muy bueno! Con sentido del humor y con mensaje… Me gusta. ¡Gracias, Rebeca! :-)